El escaparate de los relojes
Me paré delante de una relojería y estuve un buen rato mirando el escaparate. Uno detrás de otro, todos los relojes marcaban la misma hora y los segunderos bailaban a la vez la más triste de todas las melodías, la del tiempo perdido, viendo pasar por delante de ellos el invierno, y con el invierno, uno detrás de otro, los hombres y mujeres de la ciudad, con sus paraguas luchando contra la lluvia, contra una lluvia fina pero responsable de la tristeza de la ciudad.
Los relojes continuaban ahí, implacables como el tiempo que marcaban, dando la tediosa sensación de estar perdiendo el tiempo, como lo estaban haciendo yo amando a quien no podía amarme.
El viaje, de veras, era tortuoso, como ese viaje de las ciento cuarenta y siete curvas de la carretera de Obaba. Y cual lagarto en un cuento de Atxaga, intentaba meterme en el interior de un corazón, sin percatarme de esos relojes, que todavía continuaban delante de mí.
Me pareció que la rapidez de los segunderos era ahora la de los minuteros. Y, en verdad, lo era. La noche había caído ya; esa noche de invierno, embaucadora como no eran otras, que no deja salir de su interior si no es por un trágico final.
Llegué a casa y sólo pude subir al desván y levantar la sábana que cubría el viejo giradiscos del abuelo.
La falsa era mi medicina. Ahí me veía trasladado a otra dimensión, a otra realidad. Era algo así como volver a ser niño. Y, en verdad, con todos esos objetos cargados de recuerdos así era. Desde la vieja máquina de coser de la abuela hasta los juguetes con los que comencé a preguntarme las cosas importantes de la vida. Y ahí, en medio, en un lugar preferencial, la vieja muñeca de trapo de mi hermana. Ese viejo trapo me cargaba de recuerdos, mitad buenos, mitad malos. Las interrogantes que después respondería, finalmente.
Apagué el giradiscos y bajé del desván dirigiéndome a la biblioteca donde el abuelo guardaba libros y más libros, además de sus escritos, en papel, algunos a mano y otros tipografiados, y puse en marcha la máquina de escribir.
Una detrás de otra, las letras me salían solas, escribiendo la más bonita historia de amor, mitad realidad mitad ficción; pero una ficción que, sin dudarlo, escondía los sueños rotos y hechos amargura en una triste noche de invierno.
Quizá en otra ocasión os la cuente. Hoy me quedo con los relojes del escaparate, haciendo pasar el tiempo, implacable hasta que la flor se marchite definitivamente.
Hace un año en Rincón Olvidado.- Tarazona Connection, De léxico y eruditos en las terrazas de verano y Cómo NO utilizar un preservativo.
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Laurita -