Mikel
Sí, es muy etxebarriano, lo sé, pero os dejo un fragmento del nuevo relato que estoy escribiendo y que todavía no tiene nombre:
Junto al mar, ese cubo irregular de metal se presenta casi como un dios. Mirarlo desde el otro lado de la ría, mientras las olas rompen entrando en tierra a través del Urmea, transmite una inusitada tranquilidad, pese a encontrarse junto a uno de los puentes más transitados de la ciudad.
Desde allí se abre el Paseo Nuevo, que rodea el Monte Urgull, un paraíso natural por el que se pueden perder largas tardes de verano en el medio mismo de la ciudad. Así lo hacía entonces día tras día. Cuando el sol se empezaba a esconder detrás del Igeldo, aprovechaba para entrar en ese lugar, por cualquier recoveco, y subir hasta lo más alto, desde donde la oscuridad me iba haciendo preso suya, de la misma manera que me lo estaba haciendo el dolor.
Jamás pensé qué significaba la palabra amor, ni mucho menos esa variante que tanto me estaba haciendo recordar a Samuel: enamorado. Quise desaparecer, empezar de cero en otro lugar, olvidar que hubo un aquí y ahora en el que todo tenía sentido. Incluso las travesuras de la infancia formaban parte de un todo uniforme que había acabado en Samuel y que quería olvidar.
Nacer a los 25 es difícil. Hubiese preferido tener un accidente y haber perdido todos y cada uno de mis recuerdos en el momento en que pisé esta ciudad que llaman La Bella Easo. Quizá me di cuenta de esto cuando, en una de esas tardes viendo anochecer junto al mar, recibí una llamada de Samuel. No sé cómo ni por qué, la acepté, y estuve largos minutos llorando después de oírle. Ni siquiera recuerdo lo que me dijo, sólo me centraba en oír su voz, sus palabras, que sonaban llenas de sentido sólo con oírlas, simplemente. No hacía falta ni escucharlas.
Entonces fue cuando renuncié a seguir teniendo contacto con mi anterior vida. Busqué un lugar del monte cercano al mar, el más cercano. Sobre él hay una ikurriña, un simple trozo de trapo que bien podía representar mi nueva vida. No era sólo la representación de un país, también era la representación de mi nueva vida, de un intento por hacer borrón y cuenta nueva. El hecho de que estuviese esa bandera ahí y no otra, me hizo pensar que, junto al mar, daba la bienvenida al navegante a un nuevo país, en el que uno podía comenzar una nueva vida. Lo que me vino al alma debió ser algo parecido a lo que sentían los irlandeses cuando emigraban a los Estados Unidos en el siglo XIX.
Me llené de rabia, cogí carrerilla y despeñé el móvil monte abajo. Y sólo quedé tranquilo cuando lo vi estamparse en el rompeolas, haciéndose añicos, volatilizando todos mis recuerdos en los mil y un chips que saltaron, cayendo todos al mar. El mar todo lo traga. Y todo lo disuelve.
Aquel día dejé de llamarme Miguel para llamarme Mikel. No quería saber nada más de ese Miguel que vivía enganchado al recuerdo de ese orgasmo doloroso, grabado en la retina a fuego el día que abrí la puerta del primo de Samuel. Pero renunciar a eso implicaba para mí renunciar también a todo lo demás. Total, tampoco había tenido amigos, y mi familia me había repudiado para siempre.
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